El cataclismo más apocalíptico al que he podido asistir durante mi larga navegación solitaria fue la destrucción de la isla Desdichada, situada al sur de la Tierra del Fuego. Esta isla, de siniestro aspecto, estaba deshabitada porque en ella se elevaban siete volcanes de diversa altura que estaban casi siempre en erupción. Solo algunos arbustos medio quemados lograban entre una y otra corriente de lava. Hasta las mismas aves marinas, aunque estuvieran cansadas en sus vuelos hacia la Antártida, no se posaban jamás sobre aquellas abruptas alturas, sobre aquellos cráteres cenicientos y candentes. Cuando por espacio de alguna semana reposaban los volcanes y en vez de llamas y piedras sus bocas lanzaban solamente humaredas, la isla era sacudida y agitada por terremotos que abrían abismos en las laderas de los montes y hacían desaparecer en las aguas tumultuosas trozos enteros de costa rocosa. Parecía que la isla, con el fuego de los volcanes y las convulsiones de los terremotos, quisiese aniquilarse, desaparecer de la faz del Océano. Todos los elementos, el azote impetuoso del viento, el fuego de las pétreas entrañas, el furor obstinado del mar, la amenazaban, la flagelaban, la corroían, como si aquella isla maldita estuviera condenada a la catástrofe. Parecía, a veces, que los enemigos de la isla estuvieran guerreando entre sí. La furia de las olas sumergía la cima de las escolleras, pero los volcanes más cercanos al agua vomitaban entonces ríos de lava que bajaban hasta el mar, como si quisieran reparar y recubrir las ruinas recientes.Las lluvias, diluviales y furibundas, lograban apagar por un día las erupciones de algunos volcanes, llegando a transformar su cráter en un lago hirviente y fangoso; pero luego algún turbión huracanado procedente del Norte hacía huir a las nubes, desecaba los cráteres y concedía el triunfo a las erupciones. ¡Quién sabe desde cuándo la isla Desdichada era teatro de las contiendas entre los titanes de la Naturaleza! Y, sin embargo, aunque batida, resquebrajada, asolada y herida, la isla seguía allí con sus blancos penachos, sus infernales embudos, sus hendiduras escarpadas, sus valles desiertos y grises, sus escollos descoyuntados y percutidos.
Pero un día el viejo e irascible Océano perdió la paciencia y quiso que la tragedia acabase. Hasta entonces se había ensañado contra la isla con furiosas marejadas, huracanes arrolladores, ciclones devastadores; pero ella, impertérrita siempre, respondía con las salvas de sus volcanes. Llegado el momento, el Océano reunió todas sus fuerzas y desencadenó su gran tempestad. Todas las que la habían precedido no habían sido más que frágiles y breves cóleras, capaces, todo lo más, de arratrar salientes y despojos. Llegó del mar, aquel día, un viento tan potente y vertiginoso, que consiguió desmochar las montañas y triturar las escolleras como si fueran dunas de arena. No hubo torrentes de lluvia, ni truenos, ni relámpagos. Desde lejos no se oía otra cosa que el horrendo silbido del viento y el mugido ensordecedor del Océano enfurecido. Tres días y tres noches duró la gran tempestad. El mar alzaba sin descanso muros altos y verdes, coronados por espumas delirantes, y poco a poco inundó los valles, derrocó las montañas, dispersó los escollos, apagó y ahogó los cráteres, todo lo cubrió y sumergió bajo la furia y la baba de las olas fugitivas y resonantes. Cuando terminó la gran tempestad no quedó de la isla Desdichada más que algún remolino humeante y la imagen de un castigo final.
(G.Papini, de El libro negro)
Pero un día el viejo e irascible Océano perdió la paciencia y quiso que la tragedia acabase. Hasta entonces se había ensañado contra la isla con furiosas marejadas, huracanes arrolladores, ciclones devastadores; pero ella, impertérrita siempre, respondía con las salvas de sus volcanes. Llegado el momento, el Océano reunió todas sus fuerzas y desencadenó su gran tempestad. Todas las que la habían precedido no habían sido más que frágiles y breves cóleras, capaces, todo lo más, de arratrar salientes y despojos. Llegó del mar, aquel día, un viento tan potente y vertiginoso, que consiguió desmochar las montañas y triturar las escolleras como si fueran dunas de arena. No hubo torrentes de lluvia, ni truenos, ni relámpagos. Desde lejos no se oía otra cosa que el horrendo silbido del viento y el mugido ensordecedor del Océano enfurecido. Tres días y tres noches duró la gran tempestad. El mar alzaba sin descanso muros altos y verdes, coronados por espumas delirantes, y poco a poco inundó los valles, derrocó las montañas, dispersó los escollos, apagó y ahogó los cráteres, todo lo cubrió y sumergió bajo la furia y la baba de las olas fugitivas y resonantes. Cuando terminó la gran tempestad no quedó de la isla Desdichada más que algún remolino humeante y la imagen de un castigo final.
(G.Papini, de El libro negro)
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