lunes, 17 de septiembre de 2007

Antonio Escohotado: Partidos Democráticos


Locomotora actual del desarrollo, Internet recorta la mediación que se ha interpuesto tradicionalmente entre proveedores y consumidores, oferta y demanda, al permitir que un golpe de tecla invoque toda suerte de deseos. Como observa Gates, la propia velocidad del proceso convierte los bienes en servicios, y amenaza a cualquier intermediario que no incorpore valor añadido. Teniendo medios de transporte, ahora basta meter el producto en la red para que su ciclo se cumpla de principio a término. Esto habilita procesos de producción cada vez más largos o desdoblados, donde los factores se aprovechan al máximo, porque los bienes resultantes pueden venderse en un mercado mucho mayor, mucho más rápidamente. La inyección de efectivo derivada de ello eleva a su vez el periodo medio de producción, lo cual capitaliza cada etapa e incrementa la productividad del conjunto.

Así pues, representantes, delegados, almacenistas y hasta la vieja tienda llena de dependientes aprenderán nuevos oficios y venderán cosas distintas, de manera distinta también. Tras el teléfono, la radio y el televisor, que redujeron progresivamente la incomunicación por razones geográficas, la malla que conecta ordenadores de todo el planeta minimiza hasta extremos inauditos la distancia entre emisores y receptores de productos. Contiguos hasta el extremo en que ahora están, productores y consumidores sencillamente tienen más tiempo: los unos para confeccionar su oferta, y los otros para decidir su demanda. Lógicamente, quienes no tienen tanto tiempo son los propios vehículos materiales del cambio –las empresas del punto com-, que compiten frenéticamente por usuarios.

Así es la realidad económica, no menos que la pedagógica, la científica y la lúdica. La realidad política desconoce aún este asalto general a la lejanía física. Los plazos del mandato representativo, y las modalidades previstas para tomar decisiones, se adaptan a tiempos de las Cortes de Cádiz, donde enviar una señal de Pamplona a Málaga y de allí a Tenerife, con vuelta, tomaba un año o poco menos, y la comisión otorgada al político debía adaptarse a eso mismo. Innecesario es añadir que ese intercambio se hace ahora en una centésima de segundo, casi gratis en términos energéticos, con imagen de alta definición y sonido hi-fi.

De hecho, el horizonte actual devuelve el mandato representativo a la desnudez de las asambleas democráticas clásicas, donde –como en las polis griegas o los cantones suizos- los ciudadanos votan lo primordial de cada cuestión, y sólo delegan en legisladores y gobernantes sus aspectos reglamentarios o administrativos. Fue al aparecer las democracias modernas, establecidas sobre territorios muy vastos y grandes poblaciones, cuando la imposibilidad de congregar a los mandantes cada mes o cada dos otorgó al mandatario poderes no sometidos a otra fiscalización que un voto de censura (de sus colegas en la clase política) y nuevas elecciones. Solucionada gracias a la red telemática esa congregación de los mandantes, sin necesidad siquiera de acudir a un recinto exterior, lo que se plantea es una cuestión del mayor interés.

¿Seguirá siendo la representación política una modalidad espúrea del mandato intervivos, y digo espúrea porque el mandante no puede aquí supervisar –y modificar- en todo momento la gestión del mandatario, como exigen el Código civil y el mercantil, sino conformarse con votar a otro en las siguientes elecciones? ¿O más bien se adaptará esa delegación al fin de la distancia geográfica, que permite intervenciones puntuales de la ciudadanía? Si lo primero persiste, aceptaremos que -en vez de constituir un mandato intervivos propiamente dicho- la delegación política sea una variante de la facultad testamentaria, donde podemos nombrar albacea pero en ningún caso rectificar sus decisiones. Para que prospere lo segundo será preciso tomar conciencia de que el conventus publicus vicinorum, venerable congreso de los paisanos, es en buena medida la world wide web, Internet.

Recordemos que en todo régimen democrático hay un poder constituyente anterior y superior a su división en legislativo, ejecutivo y judicial. Ese poder se expresa en el derecho de la ciudadanía o “pueblo” a ser consultado por vía de referendo en ciertos asuntos –como los principios constitucionales-, y también en el de dictar legislación mediante “iniciativas”, que son referendos instados por los ciudadanos. Nuestra Constitución reconoce dicho derecho, como casi todas las demás del planeta, si bien entorpece en realidad su ejercicio, como muestra su forma de regular el referendo y la iniciativa. El uno será siempre “consultivo” (esto es, no vinculante); la otra exige medio millón de firmas “autenticadas” (por un notario, un secretario judicial o el secretario municipal), y “no procederá en materias propias de ley orgánica, tributarias, de carácter internacional o relativas al derecho de gracia” (artículo 87,3).

En 23 años de democracia sólo ha habido un referendo (sobre la retórica cuestión de la OTAN); iniciativa, ni media. ¿Cómo podría haberlas si requieren una inversión inicial tan grande, y no podrán versar sobre aquello que más interesa? Y ¿por qué instar la convocatoria de referendos, si no han de ser vinculantes para quienes hacen y aplican las leyes? Pero las consecuencias de vetar este acceso están a la vista. Por ejemplo, unos 85 de cada 100 españoles preferirían disfrutar de eutanasia o buena muerte en vez de tanasia o muerte a secas, si bien llevamos siglos –confirmados por la última reforma del Código Penal- castigando duramente el empleo de eutanásicos.

Quizá porque los partidos llamados democráticos tienen su lado de máquinas atrapa-votos, no conciben perder el sufragio de esos 15 entre cada 100 que se declaran anti-eutanasia. Mientras los 85 restantes carezcan de medios para hacer valer su deseo, votarán a los atrapa-votos disponibles en función de otras consideraciones (carisma, eficacia general, intereses particulares), con lo cual cada uno evitará perder el sufragio disidente, que al fin y al cabo representa un goloso 15 por 100.

Esta dinámica preside bastantes más asuntos, donde el mandatario suplanta por una razón u otra al mandante. En realidad, se diría que las suplantaciones son regla, allí donde decidir tal o cual cosa supone perder el apoyo de algunos, aunque sean minoría, puesto que no enajena en la misma medida el apoyo de la mayoría. A la mayoría se le ofrecen eslóganes como los enarbolados –“vamos a más”, “la Moncloa será su casa”, promesas análogas en el plano autonómico-, y al optar por las distintas ternas o por la abstención dejará de ser mayoría, como lo era para el tema puntual de la eutanasia. En vez de pronunciarse sobre asuntos, limitará su intervención a pronunciarse sobre gestores. Desde luego, quien dice eutanasia dice bastantes otros temas, que me gustaría ir precisando en artículos ulteriores.

Esto no significa pretender que la clase política sea algo prescindible hoy. Sin ella estaríamos todavía en alguna variante de salvación en sentido estricto, con distintos aspirantes al trono de mesías-médium, obedecidos por fanáticas y aterradas masas. A pesar de sus circos e hipotecas, esa clase representa cierta ilustración en tiempos de generalizado marketing, y negarlo es demagogia, apelación al rencor del triste o a la ingenuidad del idiota. Por otra parte, sostener el sombrajo de la democracia pide seguir democratizándola, y demorar ese paso defrauda el núcleo del proyecto republicano, que es asumir cada uno responsabilidad por lo común, convirtiendo el individualismo espontáneo en un individualismo ético. A diferencia de la religión, inevitablemente arropada por moralinas, la ética tiende a coincidir con el “individualismo bien entendido” (Tocqueville), donde se cumple el principio de no hacer a otro aquello que no queremos que otro nos haga, la cláusula general de reciprocidad.

Como otras organizaciones jerárquicas, la profesión política se sentiría puenteada si su entrega al bien común se complementase con consultas sobre lo que sus electores consideran bien común en cada caso. No obstante, entramos en una organización reticular y no jerárquica del mundo, sin otro centro que distintos nudos, donde orden ya no es sinónimo de mandar u obedecer. Echo de menos, pues, algún partido propiamente democrático, que defienda un programa de consultas al censo y promueva iniciativas suyas, sintiéndose llamado a hacer preguntas antes que decretos. Aunque la explosión en las comunicaciones ha cogido por sorpresa a ciudadanías que se resignaban a un intermediario-albacea, mitigado sólo por periódicos comicios para elegir nuevos intermediarios-albaceas, no pierdo las esperanzas de que dicha sorpresa se convierta en un nuevo cauce de libertad y responsabilidad. Así de ingenuo es uno.

Antonio Escohotado2003
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