Suele decir un buen amigo, que "el que hace, se hace", pero no veo yo que ese destino sea seguido hoy por muchos mortales. Las inercias cotidianas de nuestro tiempo más bien parecen imbuirnos de lo contraro, y el aforismo vigente sería el siguiente: "el que hace, se deshace", y explico el cambio de sentido.
Hoy, el que hace algo, bien o mal, lo hace pagando un precio muy elevado, el de soportar estoicamente las críticas, observaciones, matices, y sugerencias de todos los que no hacen, o mejor dicho de los que nada hacen, que son legión multitudinaria de espectadores que asisten al extraordinario espectáculo de la creación ajena.
Si alguien propone una nueva teoría, está obligado a resistir la criba a la que será sometido por los defensores de todos los antiguos regímenes, que en su fondo más íntimo tienen un alma fascista, y siempre se reúnen para estas cosas.
Tal vez por esto, el mundo avanza más despacio de lo que era de esperar, tras la revolución tecnológica, informática y mediática, en la que vivimos; el Santo Oficio hoy se encarga de demoler de forma inmediata todo lo nuevo que brota.
No importa que los objetivos de las novedades mejoren las condiciones vitales o la satisfacción de los ciudadanos, que deberían ser los criterios máximos de adecuación.
Hay neofobia en nuestra sociedad, y los neófobos se están convirtiendo en el último baluarte de resistencia ante el progreso. En buena parte se debe a las empresas que han almacenado especulativamente suficientes stocks de las producciones anteriores, esto ha ocurrido por ejemplo, con los televisores de plasma, que no han disminuido su precio hasta que las grandes compañías se han deshecho de lo almacenado.
Pero también es cierto que hoy, se considera progreso tirar un pedo colgado por los pies con los ojos cerrado; y quizás esta devaluación de lo nuevo, del concepto de progreso, también influya en la obstrucción desorganizada en que se agrupa la diletante legión de inmovilistas.
Ambos fenómenos, la devaluación de lo que se reconoce como progreso, junto con la resistencia a que se incorporen cosas nuevas, sino es tras un largo proceso de selección estricta de las novedades que llegan a la realidad, son muy interesentes para el análisis de la organización de nuestro futuro más inmediato.
Al fin y al cabo, lo que se aplica al progreso es el código de la ciencia racional, falsear las hipótesis hasta que se demuestre su certeza, y no se aplica el código del arte modernista, de considerar que todo lo nuevo es sublime.
Y debe aceptarse como bueno, porque realmente este mundo ha progresado por los avances científicos racionales, el arte para lo único que ha servido es para mostrarlo más atractivo.
En cuestiones de progreso, debemos fiarnos más de la filosofía y de la ciencia, que del arte o la política, que también es una extraña habilidad que permite convencernos de que lo bello es bueno, cuando todos sabemos que eso importa mucho menos que lo contrario, que lo bueno, en su conclusión, termine siendo hermoso; lo decía Aristóteles, desde el racionalismo armónico de sus asertos: la ética en su evolución acabará convirtiéndose en una estética.
Pero los políticos se empeñan en lo contrario, en hacernos ver que su estética particular del ventoseo extraordinario, se acabará convirtiendo en una ética universal de obligada aceptación. De que no hay nada más hermoso que lo amorfo, que es lo suyo.
Y es que los políticos hace mucho tiempo que dejaron de pensar en términos científicos o filosóficos, abdicando de cualquier racionalidad, para elevarse por los vericuetos de la creación artística, al menos, eso nos dicen y eso se creen ellos.
Erasmo
Hoy, el que hace algo, bien o mal, lo hace pagando un precio muy elevado, el de soportar estoicamente las críticas, observaciones, matices, y sugerencias de todos los que no hacen, o mejor dicho de los que nada hacen, que son legión multitudinaria de espectadores que asisten al extraordinario espectáculo de la creación ajena.
Si alguien propone una nueva teoría, está obligado a resistir la criba a la que será sometido por los defensores de todos los antiguos regímenes, que en su fondo más íntimo tienen un alma fascista, y siempre se reúnen para estas cosas.
Tal vez por esto, el mundo avanza más despacio de lo que era de esperar, tras la revolución tecnológica, informática y mediática, en la que vivimos; el Santo Oficio hoy se encarga de demoler de forma inmediata todo lo nuevo que brota.
No importa que los objetivos de las novedades mejoren las condiciones vitales o la satisfacción de los ciudadanos, que deberían ser los criterios máximos de adecuación.
Hay neofobia en nuestra sociedad, y los neófobos se están convirtiendo en el último baluarte de resistencia ante el progreso. En buena parte se debe a las empresas que han almacenado especulativamente suficientes stocks de las producciones anteriores, esto ha ocurrido por ejemplo, con los televisores de plasma, que no han disminuido su precio hasta que las grandes compañías se han deshecho de lo almacenado.
Pero también es cierto que hoy, se considera progreso tirar un pedo colgado por los pies con los ojos cerrado; y quizás esta devaluación de lo nuevo, del concepto de progreso, también influya en la obstrucción desorganizada en que se agrupa la diletante legión de inmovilistas.
Ambos fenómenos, la devaluación de lo que se reconoce como progreso, junto con la resistencia a que se incorporen cosas nuevas, sino es tras un largo proceso de selección estricta de las novedades que llegan a la realidad, son muy interesentes para el análisis de la organización de nuestro futuro más inmediato.
Al fin y al cabo, lo que se aplica al progreso es el código de la ciencia racional, falsear las hipótesis hasta que se demuestre su certeza, y no se aplica el código del arte modernista, de considerar que todo lo nuevo es sublime.
Y debe aceptarse como bueno, porque realmente este mundo ha progresado por los avances científicos racionales, el arte para lo único que ha servido es para mostrarlo más atractivo.
En cuestiones de progreso, debemos fiarnos más de la filosofía y de la ciencia, que del arte o la política, que también es una extraña habilidad que permite convencernos de que lo bello es bueno, cuando todos sabemos que eso importa mucho menos que lo contrario, que lo bueno, en su conclusión, termine siendo hermoso; lo decía Aristóteles, desde el racionalismo armónico de sus asertos: la ética en su evolución acabará convirtiéndose en una estética.
Pero los políticos se empeñan en lo contrario, en hacernos ver que su estética particular del ventoseo extraordinario, se acabará convirtiendo en una ética universal de obligada aceptación. De que no hay nada más hermoso que lo amorfo, que es lo suyo.
Y es que los políticos hace mucho tiempo que dejaron de pensar en términos científicos o filosóficos, abdicando de cualquier racionalidad, para elevarse por los vericuetos de la creación artística, al menos, eso nos dicen y eso se creen ellos.
Erasmo
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