William Butler Yeats, poeta y dramaturgo, premio Nobel de literatura en 1923, y considerado el mayor poeta de Irlanda y uno de los grandes de la poesía universal, fue también un estudioso del esoterismo, la mística, y del simbolismo de diversas disciplinas tradicionales como la alquimia y la cábala. Yeats se interesó profundamente por las realidades invisibles, sus símbolos y sus leyes, y bebió de fuentes tan sublimes como las visiones de William Blake y Swedemborg, y tan degradadas como la delirante pseudo doctrina de la señora Blavatsky a quien conoció personalmente.
En el texto que presentamos a continuación, que es sólo un capítulo de su escrito titulado Anima Mundi, el poeta da cuenta con indudable talento y sensibilidad de artista, de sus incursiones por ese mundo que trasciende lo individual y lo propiamente humano; y a lo que llama en un primer momento 'Gran Memoria' pero luego hacia el final del relato identifica como el alma misma del mundo, más allá del tiempo, y de la cual cada uno de nosotros no sería más que una capa de espuma en la superficie de un vasto y luminoso océano.
Existe una carta de Goethe, aunque no puedo recordar donde, en la que explica la evocación, aunque él se refería sólo a la literatura. Describía a un amigo que había denunciado la esterilidad literaria como algo demasiado inteligente. Antes de criticar, uno debe permitir que las imágenes se formen con todas sus asociaciones. “Si uno se muestra crítico demasiado pronto”, escribió, “éstas no se formarán en absoluto”. Si uno suspende la facultad crítica, he descubierto, bien como resultado de un entrenamiento, o bien, si uno posee el don, entrando en un ligero trance, las imágenes se suceden rápidamente delante de uno. Si somos también capaces de suspender el deseo, y dejar que éstas se formen según su propia voluntad, la absorción es más completa y ellas se muestran más claras en sus colores, más precisas en su articulación, y juntos comenzaos a movernos en medio de lo que parece un intensa luz. Mas las imágenes pasan ante nosotros unidas por ciertas asociaciones, de hecho al principio las convocamos mediante su asociación con formas y sonidos tradicionales. Habremos descubierto si podemos suspender todo excepto la voluntad y el intelecto, cómo extraer del “subconsciente” cualquier cosa de la que ya poseamos un fragmento. Aquellos que siguen la vieja regla mantienen su cuerpos en calma y sus entes despiertas y despejadas, temiendo especialmente cualquier confusión entre las imágenes de la mente y los objetos del sentido; buscan el convertirse, por decirlo así, en espejos pulidos.
Yo no tenía ningún don natural para esta especie de sosiego despejado, como muy pronto descubrí, pues mi mente es de una inquietud fuera de lo normal; y rara vez me sentía deleitado con aquella súbita y luminosa definición de forma que le hace a uno comprender, casi a su pesar, que uno no está simplemente imaginando.
Por ello inventé un nuevo proceso. Había comprobado que después de una evocación, mi sueño parecía a ratos lleno de luz y forma, de todo lo que no había conseguido hallar despierto; y así elaboré un simbolismo de objetos naturales, de tal forma que pudiera facilitarme sueños cuando durmiera, o más bien visiones, pues no tenían la confusión de aquellos, depositando sobre i almohada o junto a la cama ciertas flores y hojas. Aún hoy, veinte años después, las exaltaciones y los mensajes que me llegaban de algunos fragmentos de espino y otras plantas parecen constituir , de todos lo s momentos de mi vida, los más felices y sabios.
Después de un tiempo, debido quizá a que la novedad se disipaba, el símbolo perdió su poder, o porque mi trabajo en el Teatro Irlandés se volvió demasiado excitante, mi sueño perdió su sensibilidad. Tenía yo algunos condiscípulos, y unas veces yo y otras veces ellos hacíamos algún descubrimiento. Ante la imaginación, ya estuviésemos dormidos o despiertos, pasaban imágenes que uno acababa descubriendo luego en algún libro que nunca había leído, y después de buscar en vano una explicación den la teoría corriente de la memoria personal olvidada, llegué a creer en una Gran Memoria que se transmitía de generación en generación.
Pero esto no era suficiente, pues estas imágenes mostraban intencionalidad y selección. Presentaban una relación con l o que uno ya sabía, y no obstante era una extensión al conocimiento de uno. Si no había allí ninguna mente, ¿porqué de repente había de encontrar yo la sal y el antimonio, o la licuefacción del oro, tal y como eran entendidas por los alquimistas, o algún detalle del simbolismo cabalístico, verificado al final por un docto erudito a través de sus manuscritos nunca publicados; y quién puede haber juntado de forma tan ingeniosa, trabajando mediante alguna ley de asociación y no obstante con una clara intención y aplicación personal, ciertas imágenes mitológicas?
Estas se habían mostrado a numerosas mentes, un fragmento cada vez, y expuesto su significado sólo un vez que el rompecabezas había sido completado. Ante mí aparecía una y otra vez el pensamiento de que este estudio había creado un contacto o mezcla con aquellas mentes que habían seguido un estudio igual en alguna otra época, y de que estas mentes todavía veían y pensaban y elegían. Nuestro pensamiento diario no era sino la capa de espuma que hay en el borde poco profundo de un vasto y luminoso océano; el Anima Mundi de Henry More, el “mar inmortal que nos trajo aquí” de Wordsworth, junto a cuya orilla juegan los niños, y en ese mismo mar había algunos que nadaban o navegaban, exploradores que quizá conocían todas sus costas.
En el texto que presentamos a continuación, que es sólo un capítulo de su escrito titulado Anima Mundi, el poeta da cuenta con indudable talento y sensibilidad de artista, de sus incursiones por ese mundo que trasciende lo individual y lo propiamente humano; y a lo que llama en un primer momento 'Gran Memoria' pero luego hacia el final del relato identifica como el alma misma del mundo, más allá del tiempo, y de la cual cada uno de nosotros no sería más que una capa de espuma en la superficie de un vasto y luminoso océano.
Existe una carta de Goethe, aunque no puedo recordar donde, en la que explica la evocación, aunque él se refería sólo a la literatura. Describía a un amigo que había denunciado la esterilidad literaria como algo demasiado inteligente. Antes de criticar, uno debe permitir que las imágenes se formen con todas sus asociaciones. “Si uno se muestra crítico demasiado pronto”, escribió, “éstas no se formarán en absoluto”. Si uno suspende la facultad crítica, he descubierto, bien como resultado de un entrenamiento, o bien, si uno posee el don, entrando en un ligero trance, las imágenes se suceden rápidamente delante de uno. Si somos también capaces de suspender el deseo, y dejar que éstas se formen según su propia voluntad, la absorción es más completa y ellas se muestran más claras en sus colores, más precisas en su articulación, y juntos comenzaos a movernos en medio de lo que parece un intensa luz. Mas las imágenes pasan ante nosotros unidas por ciertas asociaciones, de hecho al principio las convocamos mediante su asociación con formas y sonidos tradicionales. Habremos descubierto si podemos suspender todo excepto la voluntad y el intelecto, cómo extraer del “subconsciente” cualquier cosa de la que ya poseamos un fragmento. Aquellos que siguen la vieja regla mantienen su cuerpos en calma y sus entes despiertas y despejadas, temiendo especialmente cualquier confusión entre las imágenes de la mente y los objetos del sentido; buscan el convertirse, por decirlo así, en espejos pulidos.
Yo no tenía ningún don natural para esta especie de sosiego despejado, como muy pronto descubrí, pues mi mente es de una inquietud fuera de lo normal; y rara vez me sentía deleitado con aquella súbita y luminosa definición de forma que le hace a uno comprender, casi a su pesar, que uno no está simplemente imaginando.
Por ello inventé un nuevo proceso. Había comprobado que después de una evocación, mi sueño parecía a ratos lleno de luz y forma, de todo lo que no había conseguido hallar despierto; y así elaboré un simbolismo de objetos naturales, de tal forma que pudiera facilitarme sueños cuando durmiera, o más bien visiones, pues no tenían la confusión de aquellos, depositando sobre i almohada o junto a la cama ciertas flores y hojas. Aún hoy, veinte años después, las exaltaciones y los mensajes que me llegaban de algunos fragmentos de espino y otras plantas parecen constituir , de todos lo s momentos de mi vida, los más felices y sabios.
Después de un tiempo, debido quizá a que la novedad se disipaba, el símbolo perdió su poder, o porque mi trabajo en el Teatro Irlandés se volvió demasiado excitante, mi sueño perdió su sensibilidad. Tenía yo algunos condiscípulos, y unas veces yo y otras veces ellos hacíamos algún descubrimiento. Ante la imaginación, ya estuviésemos dormidos o despiertos, pasaban imágenes que uno acababa descubriendo luego en algún libro que nunca había leído, y después de buscar en vano una explicación den la teoría corriente de la memoria personal olvidada, llegué a creer en una Gran Memoria que se transmitía de generación en generación.
Pero esto no era suficiente, pues estas imágenes mostraban intencionalidad y selección. Presentaban una relación con l o que uno ya sabía, y no obstante era una extensión al conocimiento de uno. Si no había allí ninguna mente, ¿porqué de repente había de encontrar yo la sal y el antimonio, o la licuefacción del oro, tal y como eran entendidas por los alquimistas, o algún detalle del simbolismo cabalístico, verificado al final por un docto erudito a través de sus manuscritos nunca publicados; y quién puede haber juntado de forma tan ingeniosa, trabajando mediante alguna ley de asociación y no obstante con una clara intención y aplicación personal, ciertas imágenes mitológicas?
Estas se habían mostrado a numerosas mentes, un fragmento cada vez, y expuesto su significado sólo un vez que el rompecabezas había sido completado. Ante mí aparecía una y otra vez el pensamiento de que este estudio había creado un contacto o mezcla con aquellas mentes que habían seguido un estudio igual en alguna otra época, y de que estas mentes todavía veían y pensaban y elegían. Nuestro pensamiento diario no era sino la capa de espuma que hay en el borde poco profundo de un vasto y luminoso océano; el Anima Mundi de Henry More, el “mar inmortal que nos trajo aquí” de Wordsworth, junto a cuya orilla juegan los niños, y en ese mismo mar había algunos que nadaban o navegaban, exploradores que quizá conocían todas sus costas.
William Butler Yeats
Mayo de 1917
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