
Palabras pronunciadas por el escritor austriaco, quizás el que mejor ha descrito las emociones, ante el féretro de Sigmund Freud en el crematorio de Londres, era el día 26 de septiembre de 1939
Permítanme, en presencia de este glorioso féretro, unas palabras de estremecido reconocimiento en nombre de sus amigos vieneses, austríacos y mundiales, en aquella lengua que Sigmund Freud enriqueció y ennobleció con su obra en forma tan grandiosa. Tengamos ante todo conciencia de que los que aquí estamos reunidos por un duelo común, vivimos un momento histórico que ciertamente no nos concederá el destino por segunda vez en nuestra vida. Recordemos que para otros mortales, para casi todos los mortales, en el breve minuto en que el cuerpo se hiela, su existencia, su presencia entre nosotros, ha terminado para siempre. En cambio, para éste ante cuyo féretro estamos, para este uno y único de nuestra desconsolada época, la muerte es apenas un fenómeno fugaz y casi carente de esencia. Aquí, el desaparecer de entre nosotros no es un fin, no es una dura conclusión, sino simplemente una transición suave de lo mortal a la inmortalidad. Por lo transitorio del cuerpo que hoy perdemos dolorosamente se salva lo imperecedero de su obra, de su sustancia: los que aquí en este lugar respiramos y vivimos y hablamos y escuchamos aún, todos, todos juntos no estamos vivos en sentido espiritual ni una milésima parte siquiera de como lo está este gran muerto aquí, en su estrecho féretro terrenal.
No cuenten con que celebraré los hechos de la vida de Sigmund Freud. Ustedes conocen su obra y ¿quién no la conoce? ¿Quién de nuestra generación no la formuló íntimamente y la transformó? Ella vive, magnífico descubrimiento del alma humana, como leyenda inmortal en todos los idiomas, y esto en el más estricto sentido de la palabra, porque ¿existe acaso una lengua que pudiera no echar de menos y carecer otra vez de los conceptos y los términos que él arrancó al crepúsculo de lo subconsciente? La moral, la educación, la filosofía, las letras, la psicología, todas y todas las formas de la creación espiritual y artística y del entendimiento anímico, desde dos o tres generaciones atrás, se enriquecieron por él como por ningún otro de nuestra época; por él se revalorizaron... Aun aquellos que no saben de su obra o se niegan a reconocer sus hallazgos, aun aquellos que nunca oyeron su nombre, están inconscientemente en deuda con él y sometidos a su voluntad espiritual. Cada uno de nosotros, los hombres del siglo XX, sería distinto, sería otro, sin él en su pensamiento y su comprensión; cada uno de nosotros pensaría, juzgaría, sentiría en forma más estrecha, menos libre, más injusta si él no nos hubiera precedido en el pensar, sin aquel poderoso impulso hacia adentro que él nos dio. Y cada vez que tratemos de penetrar en el laberinto del corazón humano, su luz espiritual seguirá estando constantemente en nuestro camino... Todo lo que Sigmund Freud concibió y anticipó como inventor y guía, estará con nosotros también en el futuro; una sola cosa, un solo ser nos abandonó, el hombre mismo, el amigo precioso e irreemplazable. Yo creo que todos nosotros sin distinción, por diferentes que seamos, nada hemos deseado en nuestra juventud tan viva-mente como ver vivir en carne y sangre ante nosotros lo que Schopenhaüer llama la forma suprema de la existencia: una existencia moral, una vida heroica. Todos hemos soñado cuando niños con encontrar una vez a ese héroe espiritual, por el cual pudiéramos formarnos y crecer en sustancia, un hombre indiferente a las seducciones de la gloria y de la vanidad, un hombre de alma rebosante y responsable, entregado únicamente a su labor, una labor que a su vez no se sirve a sí misma sino a toda la humanidad. Este ilustre muerto realizó inolvidablemente con su vida aquel sueño entusiasta de nuestra infancia, aquel postulado cada vez más exigente de nuestra madurez, y con ello nos donó una dicha espiritual incomparable. Aquí, finalmente, en una época vanidosa y olvidadiza, fue el imperturbable, el buscador puro de la verdad, para quien en este mundo nada es más importante que lo absoluto, lo definitivo. Aquí estaba ante nuestros ojos, en fin, ante nuestro respetuoso corazón, el más noble, el más perfecto tipo de investigador en su eterno desacuerdo: por una parte, prudente, examinando con cuidado, reflexionando siete veces siete y dudando de sí mismo, hasta no estar seguro de un conocimiento; pero luego, apenas conquistada una convicción, defendiéndola contra la oposición de todo un mundo. Por él, nosotros y nuestra época hemos aprendido una vez más en forma ejemplar que no hay sobre la tierra valentía más admirable que la libre e independiente de un hombre del espíritu; inolvidable será para nosotros ésta su valentía de encontrar conocimientos que los demás no descubrían porque no se atrevían a encontrarlos o, en ocasiones, ni a expresarlos y confesarlos. Más él osó y osó, constantemente, solo contra todos; osó anticiparse en lo nunca hollado hasta el último día de su vida. ¡Qué ejemplo nos legó con éste su valor del alma en la eterna lucha de la humanidad por el conocimiento!
Pero cuantos le conocíamos, sabemos también qué emotiva modestia personal acompañaba de cerca este valor para lo absoluto, y cómo este ser admirablemente fuerte de alma era al mismo tiempo el más comprensivo para todas las debilidades espirituales. Este doble tono profundo -la severidad del alma, la generosidad del corazón- originó al final de su vida la más perfecta armonía que pueda conquistarse en el mundo del espíritu: una pura, clara y otoñal sabiduría. Quien la experimentó en estos últimos años, se consoló en una hora de mutua confidencia de la contradicción y la locura de nuestro mundo, y, a menudo, durante esas horas, deseó que ellas fueran concedidas también a hombres jóvenes, en devenir, para que ellos, en un momento en que no podremos ya ser testimonio de la grandeza espiritual de este hombre, pudiesen decir todavía con orgullo: "He visto a un verdadero sabio, he conocido a Sigmund Freud".
Algo puede reconfortarnos en esta hora: Freud había concluido su obra y se había concluido en plenitud él mismo íntimamente. Dueño hasta del enemigo primitivo de la vida, del dolor físico, por la firmeza del espíritu, por la resistencia del alma, dueño de sí no menos contra el dolor propio, como lo fue toda la vida en la lucha contra lo que le era ajeno, ejemplar por eso como médico, como filósofo, como conocedor de sí mismo hasta el último instante amargo.
Gracias por este ejemplo, amado y venerado amigo, y gracias por tu gran vida creadora, gracias por tus acciones y tus obras, gracias por lo que fuiste y por lo que vertiste de ti en nuestras almas; gracias por los mundos que abriste para nosotros y que ahora recorremos solos, sin guía, siempre fieles a ti, siempre recordándote con respeto; tú, el amigo más precioso, tú, el maestro más amado, Sigmund Freud.
Stefan Zweig
Permítanme, en presencia de este glorioso féretro, unas palabras de estremecido reconocimiento en nombre de sus amigos vieneses, austríacos y mundiales, en aquella lengua que Sigmund Freud enriqueció y ennobleció con su obra en forma tan grandiosa. Tengamos ante todo conciencia de que los que aquí estamos reunidos por un duelo común, vivimos un momento histórico que ciertamente no nos concederá el destino por segunda vez en nuestra vida. Recordemos que para otros mortales, para casi todos los mortales, en el breve minuto en que el cuerpo se hiela, su existencia, su presencia entre nosotros, ha terminado para siempre. En cambio, para éste ante cuyo féretro estamos, para este uno y único de nuestra desconsolada época, la muerte es apenas un fenómeno fugaz y casi carente de esencia. Aquí, el desaparecer de entre nosotros no es un fin, no es una dura conclusión, sino simplemente una transición suave de lo mortal a la inmortalidad. Por lo transitorio del cuerpo que hoy perdemos dolorosamente se salva lo imperecedero de su obra, de su sustancia: los que aquí en este lugar respiramos y vivimos y hablamos y escuchamos aún, todos, todos juntos no estamos vivos en sentido espiritual ni una milésima parte siquiera de como lo está este gran muerto aquí, en su estrecho féretro terrenal.
No cuenten con que celebraré los hechos de la vida de Sigmund Freud. Ustedes conocen su obra y ¿quién no la conoce? ¿Quién de nuestra generación no la formuló íntimamente y la transformó? Ella vive, magnífico descubrimiento del alma humana, como leyenda inmortal en todos los idiomas, y esto en el más estricto sentido de la palabra, porque ¿existe acaso una lengua que pudiera no echar de menos y carecer otra vez de los conceptos y los términos que él arrancó al crepúsculo de lo subconsciente? La moral, la educación, la filosofía, las letras, la psicología, todas y todas las formas de la creación espiritual y artística y del entendimiento anímico, desde dos o tres generaciones atrás, se enriquecieron por él como por ningún otro de nuestra época; por él se revalorizaron... Aun aquellos que no saben de su obra o se niegan a reconocer sus hallazgos, aun aquellos que nunca oyeron su nombre, están inconscientemente en deuda con él y sometidos a su voluntad espiritual. Cada uno de nosotros, los hombres del siglo XX, sería distinto, sería otro, sin él en su pensamiento y su comprensión; cada uno de nosotros pensaría, juzgaría, sentiría en forma más estrecha, menos libre, más injusta si él no nos hubiera precedido en el pensar, sin aquel poderoso impulso hacia adentro que él nos dio. Y cada vez que tratemos de penetrar en el laberinto del corazón humano, su luz espiritual seguirá estando constantemente en nuestro camino... Todo lo que Sigmund Freud concibió y anticipó como inventor y guía, estará con nosotros también en el futuro; una sola cosa, un solo ser nos abandonó, el hombre mismo, el amigo precioso e irreemplazable. Yo creo que todos nosotros sin distinción, por diferentes que seamos, nada hemos deseado en nuestra juventud tan viva-mente como ver vivir en carne y sangre ante nosotros lo que Schopenhaüer llama la forma suprema de la existencia: una existencia moral, una vida heroica. Todos hemos soñado cuando niños con encontrar una vez a ese héroe espiritual, por el cual pudiéramos formarnos y crecer en sustancia, un hombre indiferente a las seducciones de la gloria y de la vanidad, un hombre de alma rebosante y responsable, entregado únicamente a su labor, una labor que a su vez no se sirve a sí misma sino a toda la humanidad. Este ilustre muerto realizó inolvidablemente con su vida aquel sueño entusiasta de nuestra infancia, aquel postulado cada vez más exigente de nuestra madurez, y con ello nos donó una dicha espiritual incomparable. Aquí, finalmente, en una época vanidosa y olvidadiza, fue el imperturbable, el buscador puro de la verdad, para quien en este mundo nada es más importante que lo absoluto, lo definitivo. Aquí estaba ante nuestros ojos, en fin, ante nuestro respetuoso corazón, el más noble, el más perfecto tipo de investigador en su eterno desacuerdo: por una parte, prudente, examinando con cuidado, reflexionando siete veces siete y dudando de sí mismo, hasta no estar seguro de un conocimiento; pero luego, apenas conquistada una convicción, defendiéndola contra la oposición de todo un mundo. Por él, nosotros y nuestra época hemos aprendido una vez más en forma ejemplar que no hay sobre la tierra valentía más admirable que la libre e independiente de un hombre del espíritu; inolvidable será para nosotros ésta su valentía de encontrar conocimientos que los demás no descubrían porque no se atrevían a encontrarlos o, en ocasiones, ni a expresarlos y confesarlos. Más él osó y osó, constantemente, solo contra todos; osó anticiparse en lo nunca hollado hasta el último día de su vida. ¡Qué ejemplo nos legó con éste su valor del alma en la eterna lucha de la humanidad por el conocimiento!
Pero cuantos le conocíamos, sabemos también qué emotiva modestia personal acompañaba de cerca este valor para lo absoluto, y cómo este ser admirablemente fuerte de alma era al mismo tiempo el más comprensivo para todas las debilidades espirituales. Este doble tono profundo -la severidad del alma, la generosidad del corazón- originó al final de su vida la más perfecta armonía que pueda conquistarse en el mundo del espíritu: una pura, clara y otoñal sabiduría. Quien la experimentó en estos últimos años, se consoló en una hora de mutua confidencia de la contradicción y la locura de nuestro mundo, y, a menudo, durante esas horas, deseó que ellas fueran concedidas también a hombres jóvenes, en devenir, para que ellos, en un momento en que no podremos ya ser testimonio de la grandeza espiritual de este hombre, pudiesen decir todavía con orgullo: "He visto a un verdadero sabio, he conocido a Sigmund Freud".
Algo puede reconfortarnos en esta hora: Freud había concluido su obra y se había concluido en plenitud él mismo íntimamente. Dueño hasta del enemigo primitivo de la vida, del dolor físico, por la firmeza del espíritu, por la resistencia del alma, dueño de sí no menos contra el dolor propio, como lo fue toda la vida en la lucha contra lo que le era ajeno, ejemplar por eso como médico, como filósofo, como conocedor de sí mismo hasta el último instante amargo.
Gracias por este ejemplo, amado y venerado amigo, y gracias por tu gran vida creadora, gracias por tus acciones y tus obras, gracias por lo que fuiste y por lo que vertiste de ti en nuestras almas; gracias por los mundos que abriste para nosotros y que ahora recorremos solos, sin guía, siempre fieles a ti, siempre recordándote con respeto; tú, el amigo más precioso, tú, el maestro más amado, Sigmund Freud.
Stefan Zweig
3 comentarios:
originalmente se llamaba stefan.
Te echo de menos, mamor...
La vida sigue sin ti... Qué triste... Nos volveremos a ver, estoy segura, ipap...
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